Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama
Corresponsal del Chicamocha News en Europa
Siempre que viajo a Colombia me veo enfrentado a situaciones en las que se me pide que hable sobre la cultura europea. En esta ocasión estuve conversando con un grupo de amigos sobre cuestiones económicas. Para matizar tan árido tema se me ocurrió explicarles que las monedas de dos Euros tienen una cara que es común en todas, donde aparece la denominación y el mapa de Europa. En el otro lado, sin embargo, se le da oportunidad a cada país para que plasme su propio diseño y por tanto son objeto de colección. Dichas monedas cruzan libremente las fronteras y son válidas en toda la unión. Para demostrarlo busqué en los bolsillos el sencillo que aún conservaba, pero sólo había una de dos Euros. La imagen que en ella se representaba, sin embargo, dejó perplejos a mis interlocutores. En ella aparecía una mujer desnuda subida sobre el lomo de un gran toro.
Hubiera sido un ejercicio interesante de escritura creativa solicitarles que dieran una posible explicación al acontecimiento, pero no se me ocurrió en el momento.
La imagen es parte de un mosaico que data del siglo III d.C. y en ella se representa una escena de una famosa leyenda griega.
Afortunadamente la conocía, pues la había escuchado de labios de una de mis hijas cuando recién la había aprendido en el colegio estando en cuarto primaria.
La joven de la moneda es una hermosa princesa fenicia, quien, estando en la playa jugando con sus damas de compañía, notó la presencia de un toro blanco. Tan impresionada estuvo por la elegancia y docilidad del animal que, tras hacerlo parte del juego, no tuvo reparo en subirse en su lomo.
En ese instante el animal salió corriendo sobre la superficie del agua y no se detuvo hasta llegar a la isla de Creta. Aquella había sido la forma que adoptara Zeus, el rey de los dioses, para secuestrar a la desprevenida muchacha que lo había cautivado con su belleza.
La princesa se llamaba Europa, y de ahí deriva el nombre que le dieron al continente.
Lo que yo no sabía en el momento eran los otros pormenores de la historia.
Tras el rapto, su padre, Agénor, envió a sus cuatro hijos varones para que la rescataran. Cada uno de ellos tiene a su vez su propia leyenda. Cílix, el mayor, perdió el rastro y llegó a Turquía, donde con el tiempo se convirtió en rey. Tasos, el segundo, desembarcó en una isla a la que dio su nombre. Fénix terminó en África.
Cadmo, el menor, quien sentía más afecto por su hermana, pudo llegar a Grecia y, confundido como estaba, decidió acudir al Oráculo de Delfos para solicitarle consejo. La voz del oráculo lo tranquilizó diciéndole que su hermana estaba bien y le dio instrucciones para que se dirigiera a una región al norte de Atenas y fundara allí una ciudad asegurándole que llegaría a ser rica y poderosa y, en efecto, lo fue y posteriormente se le conoció con el nombre de Tebas.
Pero su fundación no fue el único legado de Cadmo. A él se le atribuye haber introducido en Grecia el alfabeto, inventado por los fenicios, así como el arado y la fundición de los metales.
Sin dichos aportes tal vez la civilización griega no hubiera florecido tanto como lo hizo y tal vez Fenicia hubiera tenido un desarrollo inusitado. Pero al igual que sucedió con los Mayas y los Incas, fueron las invasiones las que lo impidieron. El pueblo fenicio, que se localizaba en lo que hoy es Líbano y parte de Siria e Israel, fue invadido precisamente por los propios griegos y luego por los romanos y finalmente por los árabes. Grandes mercaderes y navegantes, en su tiempo, han sido prácticamente olvidados en nuestros días.
Recordemos que gran parte de la cultura griega fue luego adoptada por los romanos y extendida por toda Europa. Con el correr de los tiempos llegó también al nuevo continente. El uso del alfabeto ha sido uno de los motores primordiales de la civilización.
Gracias a él, la historia del rapto de la princesa Europa ha perdurado a través del tiempo durante cientos de años. La escena, estampada sobre una moneda ha pasado también por incontable número de manos y viajado kilómetros y kilómetros hasta llegar a García Rovira, donde sirvió para romper la cotidianidad de una tarde.