Por Eugenio Pacelli Torres Valderrama

Corresponsal del Chicamocha News en Europa

Aprovechando mi visita a Colombia quise conmemorar a mi manera el aniversario de la gesta histórica que nos dio la libertad.

Mi recorrido comenzó pernoctando en el Pantano de Vargas. Desperté con el canto de los gallos y el rebuzno de un burro. Poco antes de las seis de la mañana comencé mi camino por una carretera veredal en busca de las ruinas de la «Casa de las seis ventanas», donde según se cuenta estuvo alojado el ejército español.

No bien había avanzado un kilómetro cuando comenzó a caer una lluvia rala que me hizo cuestionar si no sería mejor darme la vuelta. Pensé que de haber tenido mi chaqueta impermeable hubiera podido seguir el recorrido y tal vez andar los otros tres kilómetros que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, tenía la carretera antes de desembocar en una mayor, pero desprevenido como estaba, mi camisa no tardó en empaparse.

Fue entonces cuando divisé a lo lejos un aviso que seguramente indicaba el final de mi búsqueda.

Y en efecto, así fue. La vista de aquellas ruinas me hizo pensar en las condiciones que reinaban en los días previos a la batalla. Los españoles allí alojados gozaban de una relativa comodidad en comparación con el frente libertador, que, habiendo salido de los llanos, emprendía el duro ascenso a la cordillera.

Imaginando las vicisitudes sufridas por el ejército de Bolívar, y en su honor, decidí continuar mi camino a pesar de las adversidades del clima. La lluvia, si bien no había arreciado tanto, seguía siendo persistente.

A veces, las comodidades modernas nos hacen olvidar las condiciones de vida de hace doscientos años. En aquella época no existían las chaquetas impermeables, los zapatos eran un lujo, o, el concepto de una tienda de campaña para guarecerse del frío de la madrugada era inexistente. Todo esto y mucho más tuvieron que soportar aquellos aguerridos luchadores y luchadoras, pues con ellos viajaba también un alto número de mujeres y niños que debían asegurarse de alimentar diariamente todo un ejército.

La presión sicológica debió ser también grande, ya que además de lo duro del camino debían enfrentar también la impotencia de ver morir de frío a caballos y compañeros, y todo para que al final no los esperara el merecido descanso, sino una cruel batalla.

El sentido patriótico de nuestros ancestros debió ser inmenso, para hacer frente a todas aquellas circunstancias, y, sin embargo, lo lograron. Gracias a ellos recibimos la libertad, la cual deberíamos venerar y respetar estrechando los lazos de convivencia, pues, al ser todos hijos de aquella proeza, nos convertimos en hermanos.

Continué, y llegué empapado, pero sonriente, al final de la carretera. Para entonces la lluvia había cesado, y un sol tímido asomaba entre las nubes.

A mi regreso, expliqué orgulloso el motivo de mi hazaña a mi hija de once años, quien se limitó a decir: «Estás loco, Papi».

Ese mismo día, guiados por don Luis Sánchez, visitamos el Pueblito Boyacense en Duitama, los talleres de carpintería de Punta Larga, las tiendas de Nobsa, el inolvidable municipio de Monguí, así como Tópaga y Corrales, de donde son oriundos un par de compañeros de estudio de mis tiempos de universidad en la UPTC. El objetivo final era Floresta, allí nos esperaba un viejo amigo y su familia, quienes tras haber vivido varios años en Canadá, decidieron comprar una finca y darle un giro total a sus vidas.

Con él y su señora conversamos largo y tendido sobre las ventajas y desventajas de los dos mundos.

Recordé entonces los comentarios hechos por una pareja de pensionados alemanes que insistían en que el norte de Boyacá es un verdadero paraíso escondido.

En mi viaje a Málaga decidí detenerme en Susacón y alojarme en el mismo lugar donde ellos habían estado.

Efectivamente, la experiencia fue espectacular. Con gusto hubiera querido permanecer más tiempo y explorar el páramo aledaño, pero mi hija insistió en que las locuras ya eran suficientes.

En el recorrido en bus que nos llevó a Málaga, ella observaba pensativa por la ventana. No le pregunté qué pasaba por su mente, pero me gusta creer que imaginaba a aquellos valientes, semidesnudos y con las alpargatas mojadas, ascendiendo desde el llano con el anhelo ferviente de regalarnos la libertad.